MI HIMNO ANTIOQUEÑO*
“Nací sobre una pelada sierra”. Mentira. En una calle del pueblo en una amplia casona. Mis abuelos eran campesinos, ganaderos, líderes pioneros del pueblo y comerciantes. Tal vez mineros o arrieros en su juventud. Provenían de Jericó, Sopetrán, San Pedro, Ituango y de otros pueblos de Antioquia. Mis primeros nueve apellidos dan fé de mi condición triétnica, raza cósmica o simplemente chandozo para ahorrar eufemismos: Moreno, Gómez, Gutiérrez, Correa, Mejía, Builes, Sierra, Fernández, Estrada (¡qué vaina! Ni un apellido en otro idioma).
Mi dulce madre me cuenta que ocho soles alumbraron ocho cunas.
Que nuestra raza era “altiva y libre”. Lo cuál comprobé con mis propios ojos infantiles desde los balcones de la calle principal del pueblo, cuando los campesinos los domingos después de anegar sus almas en aguardiente, se mostraban sumamente altivos y se mataban a machetazo limpio, llevaban su hierro (o fierro) entre las manos o envainado en su cintura porque en el cuello les pesaba; fueron muchas las veces que pude observar desde los balcones macabros espectáculos, cual circo romano (sin el consabido “Salve César, los que vamos a morir te saludamos”), de caras rasgadas, extremidades mutiladas, intestinos en las manos para no arrastrarlos por las calles. El escudo era la ruana, la espada el machete y la fiera el contrincante.
Creo que tanta altivez nos hizo daño.
Los vientos retumbaban en las cumbres cubiertas en mantos de neblina. Y el sol, “sobre la azulada esfera”, derramaba su cálida luz por las faldas del "santuario', de la "Manga Grande", de "La Posesión", de "La Guamera", del "Tinto" y desaparecía en las tardes tras las nubes y los cerros por donde un día aparecieron los primeros guerrillerros: tres desarrapados, armados de escopeta, que penetraron al pueblo, atacaron a tiros la estación donde dormían los tres policías y luego huyeron. Los policías, mejor armados, salieron en su persecución y dieron de baja a uno de los guerrilleros. Yo lo pude ver. Casi todo el pueblo lo pudo ver en la orilla de un camino que conducía al aeropuerto. Su rostro era pálido, moreno y juvenil, su cuerpo delgado, con delgadez de hambre y tenía en los bolsillos de su uniforme un tronco de panela, y un pequeño hierro que tampoco llevaba en el cuello: una cuchara retorcida. Creo que este fue el ingreso a la tumultuosa historia de sangre y a esa espiral violenta que iba a vivir de ahí en adelante mi desafortunado pueblo.
¡OH libertad que perfumas las montañas de mi tierra!
BUENOS RECUERDOS DE SANTA RITA*
Mi pueblo era muy lindo, era como un pesebre: calles empedradas, neblina, clima frío, plano, pequeñas colinas con olor a mortiño y moritas silvestres, flores, musgos, olía a helechos, a cuero chamuscado de marrano. Ni siquiera tenía carretera y para llegar hasta él era toda una aventura como del lejano oeste, en una jornada completa con mulas, con sudor, con frío, con fondas a la orilla del camino y con entrada triunfal a las primeras calles del pueblo.
Calles con olor a boñiga, a cagajón, a hierba húmeda entre las piedras, a vaho de mula sudada, a neblina limpia.
Tenía charcos, riachuelos, puentes. Cuántas veces en mi primera infancia rodé por sus piedras, salté por sus tapias, subí y bajé sus pequeños cerros, divisé tras las nubes hermosas montañas azules.
Probé el almíbar de sus trapiches y los quesos de las vacas de mi abuela.
Me bañé en sus quebradas junto con mis hermanos, primos y amigos y recité en su escuela: “Patria. Te adoro en mi silencio mudo y temo profanar tu nombre santo...” y “... las tijeras de mamá hacen chiqui, chiqui, chiqui, chá...” y “...Desde el Bárbula en la altura, por traidora bala muerto, cae en el campo de la Gloria por su Bandera cubierto...” y la de el Gólgota con sus tres cruces y sus tres ladrones.
Cuántas vacaciones se pasaron luego allí con novias que a veces compartíamos.
Con un cura comunista que imitaba a Camilo, desaparecía misteriosamente del pueblo por varios días y tenía escritos secretos en Chino.
Recuerdo,
que un día observando mis manos me pronosticó que iba a ser “debuenas” en el amor y que algún día iba a sufrir un accidente que pondría en peligro mi vida. Acertó. Cuantos paseos a “La Guamera y al “Tinto” y a los charcos “guasca” y “remolino”. A la quebrada “Sinitavé”, pescando para comer y pasar con aguardiente, a pié o en mula, con deliciosas primas y amigas.
Recuerdo las canciones de la “nueva ola” en los pequeños cafés del pueblo tomando manzanilla o tinto con dinero hurtado de la tienda de mi abuelo. “...Por qué se fue? Porqué murió? Porque el señor me la quitó...” “...La felicidad ja, ja, ja, ja, me la dio tu amor...”
Ramón Eduardo Moreno Gómez 25 de Julio de 2000
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