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2 de noviembre de 2016

MI PAPÁ RAMIRO ALFONSO MORENO GUTIERREZ, mis primeros 82. (El texto cuando cumplió los 80).

Mi papá

26. abr., 2016
Mi papá, nació el 2 de noviembre de 1934, hace 80 años, en Santa Rita; alejado e importante corregimiento del municipio de Ituango, Antioquia, en plena época del Interbellum (o período de entreguerras); en una época convulsionada y marcada por grandes depresiones económicas, crisis y grandes cambios  políticos internacionales, y por el comienzo de cierto aire de modernidad en nuestro país. Cinco años después de su nacimiento, estallaría la Segunda Guerra Mundial.  Menos mal que mi pequeño y resguardado pueblo, y hasta mi país, estaban bien alejados del mundo y no creo que los haya afectado mucho esa gran conflagración.
Es difícil ubicar a Santa Rita en ese complejo y exaltado contexto mundial, por el gran aislamiento que tenía, incluso dentro del mismo departamento, y más aún, dentro del mismo municipio. La capital del país quedaba en otro planeta. La lejana y tranquila capital departamental, Medellín, estaba a muchas jornadas de allí.  La cabecera municipal, Ituango, quedaba a dos jornadas de camino en mula y algunos de los pueblos más cercanos: La Granja y El Aro, a una o más jornadas. El entorno santarriteño se asemejaba  mucho más a las descripciones bíblicas del paraíso terrenal, que a ese convulsionado mundo de monstruos y de guerras.
Hijo de Tomás Moreno Builes (Santa Rita, Ituango, 1911 – Medellín, 1979), arriero en su juventud y luego un próspero comerciante y ganadero de la región que fungía a veces como abogado empírico y sabía de escrituras, pagarés y memoriales; nieto además de Amelia Builes (nuestra madre Mella), cuyo funeral  es uno de mis primeros recuerdos, y de Juan Crisóstomo Moreno. Su madre, mi abuela Carmelina Gutiérrez Mejía (San Pedro de los Milagros, 1913 – Medellin, 1976), pequeña, blanca y de ojos vivaces:  “una mujer tan santa que con igual paciencia y con el mismo hilo remendaba sus penas y su ropita blanca… y con siete hijos, era tímida y casta” como lo diría el poeta Robledo Ortiz en “La casa de los abuelos”; era hija además de José Gutiérrez, un sorprendente bisabuelo con su verbo siempre picaresco a flor de piel y de su primera esposa que jamás conocí, pero sí a su segunda mujer, Luz Ramírez, a quien recordamos gratamente como a una verdadera bisabuela.
Nuestro país era tan pequeño en esa época que una ciudad como Medellín  tenía apenas 150.000 habitantes, como hoy Magangué;  y Bogotá, la capital, cerca de 300.000, como hoy Sincelejo. El mundo rural dominaba al urbano y las cabeceras municipales tenían mucho más peso específico que ahora. En esa época, antes de que el centralismo devorara los campos,  hablar de Yarumal, Caucasia y Santa Rosa de Osos, era como hablar hoy de Pereira o Bucaramanga.
Su infancia, adolescencia y primera juventud, transcurrieron por las calles empedradas de ese Edén, de esa “Arcadia Feliz”, que debió ser en esa época nuestro pequeño pueblo; enmarcado siempre en esa blanca neblina y en esas verdes y perfumadas colinas, donde el frío obligaba a usar la ruana y donde sólo se estudiaba hasta segundo o tercero de primaria. El trágico destino futuro de ese paraíso, es otra historia. Aun así, mi papá se interesó por un curso de inglés en discos de vinilo y por cultivar una hermosa caligrafía. Él asegura que cuando ha estado en el país del norte, se ha defendido con las expresiones y las palabras que se sabe.   El resto eran juegos, noticias radiales, revistas y periódicos atrasados,  mandados, colaboración en labores hogareñas, en la tienda, en la finca, y flirteos secretos e ingenuos con esas hermosas chicas que hoy son nuestras madres y tías. La vida transcurría entre idas y venidas a los charcos, a La Planta, a La Hermosa, a Arenales, a La Trampa, a Cestillal, a La Lomita, a El Tejar, a Guayaquil, a la Manga Grande, a La posesión, a El Santuario, a La Guamera, a Sinitavé, a San Juanillo, a El Tinto, a La María, a La América y a otros lugares, veredas y fincas del lugar.  Era el mayor; le seguían 5 hermanas: Amparo, Nelly, Rocío, Aracelly, y su recordada hermana Consuelo, que murió en Cartagena el 31 de julio de 1999, Y un apreciado hermano menor,  con el que tuvo una excelente relación: José Tomás, que dolorosamente murió muy joven en Santa Rita a la edad de 43 años, el 17 de diciembre de 1987. Madres y padres tan prolíficos, que le aportaron a su numerosa parentela 37 sobrinos, entre los cuales ya no está Juan Fernando, nuestro querido primo que murió joven en Santa Rita a la edad de 42 años el 29 de diciembre de 1999.  Esa circunstancia, de ser el mayor y seguido de tantas mujeres, lo hizo especialmente consentido por sus padres y hermanas. Era, como aún lo es hoy, amante del buen vestir  y  de las golosinas del pueblo, compuestas principalmente por “roscas” (pandequesos), empanadas, buñuelos, blanqueado, gelatinas, panela con queso y sobre todo por esos chorizos curados, ahumados, grasosos y deliciosos típicos de allí. Cuentan que en una ocasión el abuelo Tomás lo mandó a Medellín a comprar surtido para la tienda, y al pasar por una almacén de ropa elegante, no resistió la tentación y llegó a Santa Rita de traje, saco y corbata y sin el surtido.
El trabajo principal en su juventud, fue el de cantinero. A pesar de ser siempre un hombre de muy pocas palabras, esto definió su carácter bohemio, su gusto por el juego de billar (en el que alcanzó un alto nivel y que aún hoy disfruta), el aguardiente y la música autóctona colombiana de las montañas, sobre todo los pasillos, los bambucos, las guabinas, las guascas; la música argentina, española y mexicana, entonces de moda: boleros, tangos, rancheras, zambas, flamencos, pasodobles, sevillanas; gustos que nos contagió desde que estábamos pequeños.  No es sino ver a Jairo, Carlos y Hernán cómo disfrutan ese billar, y a todos nosotros, cómo nos entonamos con esas canciones que desde niños nos sabemos de memoria.
Tenía apenas 18 años, por allá por 1952 cuando comenzó su noviazgo con una hermosa y vanidosa niña de rizos negros y de 58 de cintura al decir de ella, Leticia del Socorro Gómez Correa (Santa Rita, Ituango, 1940), de 12 años e hija de uno de los principales  líderes del pueblo: mi abuelo Ramón Eduardo Gómez Sierra (Jericó, hoy Tarso, 1886 – Ituango, 1959), cuyo nombre llevo hoy, orgulloso, en su homenaje – “…Levantó caseríos y sembró sin fatiga, su sangre y sus canciones en surcos de montaña…” podría decir de él el mismo poeta Robledo. y de una hermosa joven, luchadora, líder de sus hermanos y futura prolífica matrona del pueblo (Margarita Correa Estrada, Santa Rita, Ituango, 1912 – Medellín, 2006). Eran amores, más bien idealizados, exentos de sensualidad, solo de miradas, de razones, de serenatas con vitrola (“…quisiera ser el aire que llena el ancho espacio…” “asómate a la reja hermosa amada mía, levanta la persiana y escucha mi canción…”)
                                                         Hurí
Quisiera ser el aire, que llena el ancho espacio,
quisiera ser el huerto, que esparce suave olor,
quisiera ser la nube, de nieve y de topacio,
quisiera tener cánticos de dulce trovador.

Y así mi triste vida, pasara lisonjera,
cambiando mis dolores, por férvida pasión,
sultán siendo querido, de Hurí tan hechicera,
quitarme la vida por darte el corazón.

Se alientan tus amores, efímeros tesoros,
jamás amada mía, tu orgullo he de saciar,
quisiera darte perlas vestidas en mi lloro,
yo puedo con mi lira, tus horas endulzar.

Y así mi triste vida, pasara lisonjera,
cambiando mis dolores, por férvida pasión,
sultán siendo querido, de Hurí tan hechicera,
quitarme la vida por darte el corazón.

Asómate a la reja, hermosa amada mía,
levanta la persiana y escucha mi canción,
que es hora del arrullo, que ya comienza el día,
y ya los campanarios, anuncian la oración.

Y así mi triste vida, pasara lisonjera,
cambiando mis dolores, por férvida pasión,
sultán siendo querido, de Hurí tan hechicera,
quitarme la vida por darte el corazón.
Eran noviazgos  de pocos acercamientos; nada de besos ni  caricias: eso era más que pecado en ese mundo yerto, conservador, semi-rural, bucólico, católico, apostólico  y romano. Cuenta mi mamá que unos meses antes de casarse, mi papá le había pedido que se dejara besar aunque fuera en el brazo, o creo que hasta lo logró en un descuido, y ella le dejó de hablar, pues sintió que su novio había atentado contra su castidad y se asiló un tiempo en la finca Guayaquil de su tío Francisco Correa; pues era grande su atrevimiento. Se casaron el 27 de octubre de 1955; hagan cuentas: el año entrante por estas épocas habrá otra gran celebración: sus 60 años de matrimonio. Mi mamá se casó de 15 años y mi papá de 21. Me imagino su desahogo amoroso, con esa juventud y  ya con el permiso divino. Cuando llevaban unos 15 días de casados, mi mamá le preguntó alarmada a mi papá que cuántos hijos  pensaban tener, pues creía que cada acostada era un nuevo embarazo.
Y comenzaron a nacer, casi cada año, uno tras otro, cada uno de sus hijos. Somos 8; entre el mayor y el menor se llevan apenas 10 años; yo soy el cuarto; cuando nací ya tenía 3 hermanos mayores: William, Jairo y Carlos. Y mi mamá apenas iba a cumplir los 20 años. Mis otros hermanos, los menores: Jaime, Mirian, Ángela y Hernán, nacerían en los próximos siete años.  Por eso mi mamá parece hoy como hermana de nosotros.
 Tengo recuerdos de mis padres, mis abuelos y bisabuelos, desde que tenía 3 años; de las casas en que vivimos; del alboroto de la casa y de la plaza los domingos; de las riñas de los borrachos; de las músicas de las cantinas; del sonido y del ritmo de las herraduras sobre las piedras; de los toldos de la plaza; del olor a marrano chamuscado en helecho seco; de las calles de El Juzgado y de Barrera; de Patio Brujas, de los callejones, de El  Pencil, del Alto de Avispas, de Minavieja;  de ese puente de postal sobre la quebrada antes de subir la falda por donde entraban todos los que llegaban al pueblo, y sobre todo de la iglesia: del atrio, del sol por entre sus vitrales, de sus bancas marcadas, de la música del armonio y su olor a incienso; y de la calle de atrás,  donde jugaba con mis primos y amigos a los trompos, al valero, a los carritos y a las canicas. Nos pagábamos con corozos.
El padre que recuerdo en la infancia, era un padre alcahueta y paciente con sus hijos, nunca fue un padre violento ni severo; nunca nos inspiró temor. Nos enseñó más con sus acciones y sus silencios que con sus palabras.  Nos inculcó la honradez y la ética; valores que eran orgullo del pueblo en esa época, y algo de los placeres bohemios. Hoy conserva su bonhomía, una elegante sencillez y una visión ética y ordenada  de la vida que creo que todos su hijos le aprendimos y anteponemos hoy a todas nuestras acciones.
Los hijos mayores se hicieron cada vez más grandes; el deseo de nuestros padres de darnos estudio y un mejor futro, los hizo emigrar a Medellín entre 1967 y 1968, donde las cosas fueron complicadas al principio. Mi mamá tenía 28 años y mi papá 34, y sus ocho hijos completos. El mayor de 12 años y el menor de 2 años. La adaptación a la vida urbana, un empleo en Everfit, de obrero, aprovechando la influencia de mi mamá sobre su hermano medio, Fabio, que era un importante y recto ejecutivo de esa empresa y un gran colaborador con sus paisanos en Medellín. Para ayudarse, mi papá tenía que hacer turnos de vigilante en la misma empresa en otros horarios y los feriados. Recuerdo como si fuera ayer, cuando los domingos le llevábamos la comida, jugueteando y recolectando cañas para las cometas, cogiendo guayabas y mangos de los árboles, por entre los potreros y los solares que separaban el barrio Córdoba de la fábrica, y nos quedábamos con él un rato oyendo música y noticias en un pequeño transistor. El ajuste económico lo lograba mi mamá con su energía, su perseverancia y con su gran creatividad en la máquina de coser y con una clientela cada vez más numerosa y fiel. Además, de Santa Rita, llegaba periódicamente una valija con valiosas ayudas alimenticias enviada por nuestro abuelo.
 En Córdoba, ese barrio feliz de la infancia donde jugábamos a la rayuela, a la golosa, a la pelota envenenada, a la guerra libertada, a los indios y vaqueros en los inmensos potreros adyacentes, hacíamos deporte en la cancha del colegio San Vicente de Paul, montábamos en patines en las empinadas cuestas y varios de nosotros tratábamos de jugar a enamorarnos por primera vez,  estuvimos siempre rodeados por el afecto, el apoyo y el buen ejemplo de nuestras queridas y queridos tías y tíos Gómez y por nuestra  amorosa,  enérgica y recordada abuela Márgara. De esta manera, en esos primeros años en Medellín, aunque con limitaciones y con algunos accidentes, nunca nos faltó lo básico y pudimos estudiar, hacer deporte y disfrutar de una niñez y una primera adolescencia sanas, sencillas y alegres.
Barrios Campo Valdés y Manrique: parecían sacados del tango “Melodía de Arrabal” de Gardel. Allí conocimos la verdadera vida de barrio, de tiendas, de esquinas, de gallladas, de intensos noviazgos, de broncas: “Barrio plateado por la luna… Cuna de tauras y cantores de broncas y entreveros, de todos mis amores.  En tus muros con mi acero, yo grabé nombres que quiero… En la primer  cita la Teresita me dio su amor… Perdoná si al evocarte se me pianta un lagrimón”

Melodía de Arrabal (se debe cantar)
Barrio plateado por la luna,
Rumores de milonga
Es toda tu fortuna.
Hay un fuelle que rezonga
En la cortada mistonga.
Mientras que una pebeta
Linda como una flor,
Espera coqueta
Bajo la quieta luz de un farol.

Barrio... barrio...
Que tenés el alma inquieta
De un gorrión sentimental.
Penas... ruegos...
Es todo el barrio malevo
Melodía de arrabal.

Viejo... barrio...
Perdoná si al evocarte
Se me pianta un lagrimón.
Que al rodar en tu empedrao
Es un beso prolongao
Que te da mi corazón.

Cuna de tauras y cantores
De broncas y entreveros
De todos mis amores;
En tus muros con mi acero
Yo grabe nombres que quiero:
Rosa, la milonguita...
Era rubia margot...
En la primera cita
La paica rita
Me dio su amor.

Barrio... barrio...
Que tenés el alma inquieta
De un gorrión sentimental.
Penas... ruegos...
Es todo el barrio malevo
Melodia de arrabal.

Viejo... barrio...
Perdoná si al evocarte
Se me pianta un lagrimón.
Que al rodar en tu empedrao
Es un beso prolongao
Que te da mi corazón.
 Allí, en Campo Valdés, vivimos entre 1975 y 1979, y donde la situación empezó a mejorar, ya con casa propia, y con el regreso de mi papá a Santa Rita a retomar la cantina, que ahora se convertiría en heladería, sin perder sobre todo los domingos, su esencia cantinera y donde íbamos en las vacaciones a ayudar y a divertirnos con nuestros paisanos y sobre todo con nuestras hermosas paisanas y bellas primas.  La situación mejoró aún más, cuando por influencia de un recordado amigo de la familia, de Ituango, el Mono Zuluaga, mi papá fue nombrado comprador de café del Comité de Cafeteros del Norte y Occidente de Antioquia. Comenzó en Girardota, pero también estuvo en Liborina, San Andrés de Cuerquia, Toledo y Cristales (San Roque). Luego trabajó en algunos de estos pueblos, como comprador independiente, contando siempre con la valiosa ayuda, la energía, la perseverancia y la creatividad de mi mamá.  En todos esos lugares, ayudado por su carácter bonachón y bohemio, dejó muy buenos amigos y recuerdos.  Nosotros nos turnábamos para ayudarle, mientras nos divertíamos y hasta conseguíamos novias.  Ahí está el ejemplo de Hernán.  Gracias a ese empleo, con todo y sus altibajos, y problemas de salud de algunos de nosotros,  a principio de los años 80, nos mudamos a barrios de clase media, y mi papá pudo adquirir el apartamento que hasta hoy disfruta con mi mamá, Ángela y Jaime; y pudimos, casi todos, culminar nuestros estudios universitarios y volar fuera del nido sin mayores contratiempos. Un hecho muy doloroso, que marcó esta etapa, fue la muerte de Juliana: la primera hija de Jairo, la primera nieta de mis padres, la mayor de nuestras sobrinas; a sus 15 años, en un trágico accidente, el 7 de octubre del año 2000.
Y aquí está don Ramiro. Parado y entero a sus 80 años. Con su renovada bonhomía y su elegante sencillez. Ya no en ese paraíso terrenal de nuestro pueblo, sino en esta urbe sobrepoblada; sobreviviente de un cáncer y de tres pre-infartos; al lado de su amada, con su billar, sus crucigramas, sus silencios, su elocuencia cuando se toma unos tragos, y rodeado del cariño de sus muchos amigos, sus 8 hijos y sus 10 nietos: Natalia, Tomás, Juan Daniel, Santiago, Laura, Isabel, María José, Salomé, Alejandro y Sebastián.
Esta es una de las canciones que más le ha gustado escuchar y cantar:
Mazatlán 
Soy marinero de Mazatlán,
nací a la orilla de aquellas playas,
donde las olas vienen y van.

Las olas altas,
fueron mí cuna,
y me arrullaron bajo la luna,
cerca del mar.

Mazatlán, Mazatlán,
lindas hembras,
que hacen del cielo
su carnaval.

Mazatlán, Mazatlán,
desde el barco
en que yo navego,
te he de cantar.

Hablado:
¡Hay Sinaloa, como me acuerdo de tí
mi Guasave querido.

Ya las gaviotas vienen y van,
son los pañuelos del marinero,
que se despiden de Mazatlán.

Llora la novia, pero se espera,
porque ella sabe que el que navega
regresará.

Mazatlán, Mazatlán,
lindas hembras,
que hacen del cielo
su carnaval.

Mazatlán, Mazatlán,
desde el barco
en que yo navego,
te he de cantar.

Ramón Moreno
9 de octubre de 2014.


1 comentario:

  1. Muy elocuente el sr. Ramón Moreno, ademas suos comentarios muy sinceros y reales. Narrativa esquisita para quienes fuimos parte de algunos años de la época. Felicitaciones y un abrazo para Don Ramiro y familia.

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